(En Busca Del Tiempo Perdido 01) Por El Camino De Swann

(En Busca Del Tiempo Perdido 01) Por El Camino De Swann

Author:Marcel Proust
Language: es
Format: mobi
Published: 2010-06-20T23:00:00+00:00


Tercera Parte

Nombres de tierras: El nombre

De todas las habitaciones cuya imagen solía yo evocar en mis noches de insomnio, ninguna distaba más en parecido de las habitaciones de Combray, espolvoreadas con una atmósfera granulosa, polinizada, comestible y devota, que aquella del Gran Hotel de la Playa, de Balbec, que contenía entre sus paredes pintadas al esmalte, brillante como el interior de una piscina donde azuleara el agua, un aire puro, azulado y salino. El mueblista bávaro, encargado de amueblar el hotel, había variado la decoración de las habitaciones, y por tres de los lados de aquel cuarto puso, a lo largo de la pared, estanterías bajas, rematadas con vitrinas de cristales, en los cuales, según el sitio que ocuparan y por un efecto imprevisto, se reflejaba este o aquel cuadro fugitivo del mar, desarrollando así un friso de claras marinas, interrumpido únicamente por los listones de la armadura de madera. Así que el cuarto parecía uno de esos dormitorios que se presentan en las exposiciones modern stile de mobiliario, adornados con obras de arte que se supone alegrarán la vista de la persona que allí duerma, y que tienen por asunto temas en consonancia con el sitio en donde esté la habitación.

Pero también tenía muy poco parecido con el Balbec de verdad, aquel que yo me imaginaba los días de tempestad, cuando hacía un aire tan fuerte que Francisca, al llevarme a jugar a los Campos Elíseos, me decía que no me acercara mucho a las paredes para que no me cayera una teja en la cabeza, mientras que gimoteaba, hablando de los siniestros y naufragios que contaban los periódicos.

Mi más ardiente deseo era ver una tempestad en el mar, y más que como un espectáculo hermoso, como un momento de revelación de la vida real de la naturaleza; mejor dicho, es que para mí no eran espectáculos hermosos más que los que yo sabía que no estaban preparados artificialmente para placer mío, sino que eran necesarios e inmutables: la belleza de los paisajes o de las obras de arte. Las cosas que me inspiraban curiosidad y avidez eran las que consideraba yo como más verdaderas que mi propio ser, las que tenían valor por mostrarme algo del pensamiento de un gran genio, de la fuerza o la gracia de la naturaleza tal como se manifiesta entregada a sí misma, sin intervención humana. Lo mismo que no nos consolaríamos de la muerte de nuestra madre, oyendo su voz reproducida aisladamente en un gramófono, igual una tempestad reproducida mecánicamente me habría dejado tan frío como las fuentes luminosas de la exposición. Quería yo también, para que la tempestad fuera de verdad en todos sus puntos, que la costa fuera natural y no un dique creado recientemente por los buenos oficios del Ayuntamiento.

Y es que la naturaleza, por los sentimientos que en mí despertaba, me parecía la cosa más opuesta a las producciones mecánicas de los hombres. Cuanto menos marcada estuviera por la mano del hombre, mayor espacio ofrecía a la expansión de mi corazón.



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